Hoy, hace cuatro meses, estaba durmiendo -o intentándolo- para despertar temprano, estar a las siete en Las Mercedes y partir a Los Héroes. Acompañado por mi mejor amiga las cosas se sentían bastante bien. El hecho de que fuera ella y no alguien que recién venía conociendo (como el Leo, por ejemplo), me hicieron más tranquilo el viaje y las náuseas ni se notaron.
Lo recuerdo súper bien, y lo extraño, es que ya es tanta la costumbre de ver a mis compañeros, que no recuerdo cómo es que comenzamos a hablar, dónde comenzamos a hablar, y qué comenzamos a hablar.
Ya van cuatro meses de ser universitario, y -académicamente- no puedo quejarme. Ha sido un semestre más que productivo.
Tuve la típica crisis vocacional, pero de a poquito me voy dando cuenta que esto me fascina, que es lo mío, y que por el lado de la educación tengo que sacarlo. Porque enseñar me encanta, me llena, me completa.
Han sido notas bien altibajas. Creo que mi promedio no es el mejor, pero al menos, para un primer semestre, está bien. Ya será mejor el próximo semestre, y el próximo año incluso.
Lo mismo intento repetirme sentimentalmente.
Se me ocurrió fijarme en el equivocado -para variar-, y al final terminé hecho pico. Encima, con la fragilidad de mi corazón, todo me sabe a ex-relación, y lo peor es que, cuando más recuperado me siento, la pena regresa, la congoja atormenta, y me voy a la chucha (bien poético es mi sufrimiento).
Intento sobrellevarlo pensando que tengo 18, que estoy joven, que me falta mucha gente por conocer, y que tengo algo que quizá pueda gustar.
El problema es que pasan los días y me doy cuenta que efectivamente no gusta.
El problema es que pasan los días y me doy cuenta que no valgo la pena.
El problema es que pasan los días y comienzo a pensar, de nuevo, que la vida se me acorta, y no seré lo suficientemente viejo como para haberla disfrutado.
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